La globalización nos trajo la promesa de un mundo mejor, más igualitario, más libre, más meritocrático. Para que ello fuera posible había que ampliar la libertad de movimientos de tres formas básicas: capitales (fue lo primero en llegar), mercancía (se aligeró en algo, pero siempre con cierta hipocresía y sin olvidar del todo los viejos proteccionismos, sobre todo por parte del mundo más rico), y personas (que nunca se hizo efectiva excepto por la movilidad entre personas de la UE). Esto es así porque sólo en total libertad de desplazamientos de personas y mercancías la ya existente libertad de movimiento de capital resulta en beneficios generales para todos, sin que por el camino se generen más desigualdades. La resistencia última de los Estados a la globalización se materializa en los fenómenos de descomposición. La única manera de no ahondar la crisis de descomposición no es resistirse a la globalización, sino dejarse engullir y aparecer más allá del vórtice. Sin embargo, la UE, que sigue blandiendo el argumento social frente a los Estados Unidos, apuesta por acelerar el derrumbe. De momento, y siempre con la excusa del terrorismo, se amplía la sociedad de control al incrementarse la recogida y compartición de datos en vuelos intracomunitarios, a propuesta de Reino Unido secundada por otros estados europeos. Tiempo al tiempo, al frente hay más, y no menos, fronteras en la UE.