En tecnología, casi tanto impacto tiene una invención o desarrollo genial que funcione de maravilla como lograr que un público con conocimientos básicos entienda cómo funciona, qué hace, y cómo usarlo. Que el nombre te informe sin ambigüedad de lo que puedes esperar de un dispositivo es fundamental.
No es que haya que guiarse por nombres marketinianos para todo, pero el caos de nomenclatura que desde hace años son las diferentes versiones de protocolos para WiFi son un gran ejemplo: ¿cuál es la diferencia entre 802.11, 802.11a, 802.11n, 802.11g, 802.11b, 802.11ac, …? Creo que se entiende. El ejemplo de la WiFi es interesante porque hace unos meses anunciaron que la próxima versión del protocolo se llamará sencillamente WiFi 6, y a partir de ahí incrementando versiones, lo cual debería hacer la vida mucho más fácil a todo el mundo en general.
La historia es testaruda, no obstante, y el mismo caos está produciéndose con el versionado de los protocolos para USB 3.0, 3.1, y 3.2, con sucesivas generaciones siendo renombradas de forma confusa y caótica, lo cual resultará en malentendidos con toda seguridad: usuarios comprando dispositivos esperando una velocidad que luego no sea la que el dispositivo ofrezca.