Inteligencia artificial, el empujón que viene a la productividad, y la sensación de estar ante algo nuevo

Be'lakor dressed in christmas style holding a tray of cookies direct from oven

Es posiblemente el tema del año en el mundillo tecnológico: la proliferación de nuevos modelos de inteligencia artificial publicados y liberados durante este 2022 cuya recta final enfilamos es absolutamente singular.

Diríase que, por primera vez en un par de décadas, estamos presenciando algo radicalmente nuevo. Desde que a finales del siglo, y milenio, pasado la web nos permitió acceder al conocimiento de la humanidad de forma antes no imaginadas. Ante las terminales de estos modelos la sensación es idéntica: tener en nuestras manos el acceso a recursos inagotables de texto o imágenes.

Da igual que estés pensando en la sensación de la semana, ChatGPT, en soluciones libres como Stable Diffusion, o en soluciones de pago como DALL-E, Midjourney, o Copilot de Github. Lo que tienen en común es el empujón a la productividad, el hacer más en menos tiempo. Mención especial a ChatGPT, donde puedes hacer una pregunta y obtener una respuesta sin pasar por una décena de enlaces promocionales ni leer texto estúpidamente optimizado para SEO. Como digo, usar estos motores a día de hoy ofrece sensaciones que hace dos décadas que perdimos.

Por supuesto, está el debate de la autoría. En este laberinto sin salidas en que se ha convertido la gestión de propiedad intelectual, ¿quién es el autor de la imagen, quien teclea el texto y la pide o el software que realmente la produce sin que sepamos bien qué pasa dentro? Aún más complejo es el caso de Copilot, entrenado con una infinidad de repositorios de software libre, muchos de ellos copyleft, que te devuelve código sin hacer mención a este hecho ni respetar el carácter extensivo de estas licencias sobre los trabajos derivados.

Volviendo a centrar el tema, más allá de temas legales, desde el punto de vista técnico estamos presenciando el inicio de algo grande. Bajar la barrera de entrada para realizar ciertas tareas va a conllevar un aumento de la productividad global enorme. Piensen en el impacto que tuvieron las hojas de cálculo tipo Excel. Vamos a ser capaces de hacer más, y mejor, en menos tiempo. Ni siquiera entro a la futilidad de discutir si el arte se muere o no se muere porque es un falso dilema: el arte nunca se va a morir, sino que ahora habrá más formas nuevas de crear arte.

[Imagen: Be’lakor dressed in christmas style holding a tray of cookies direct from oven, creada por éste que les escribe usando Midjourney.]

El modelo híbrido de teletrabajo y el eterno día de visita

Durante años pasé el día entero en la biblioteca de mi facultad, desde la apertura al cierre. En ese ecosistema emergían relaciones y vínculos que, en algunos casos, perduran hasta hoy.

Cuando se acercaba el final de la licenciatura y tenía menos carga de estudios, comencé a no ir diariamente a la facultad. Ahí tuvo lugar el cambio del que hoy quiero hablar: perdido el trato diario con muchos de los cohabitantes de la misma, cada visita a la biblioteca de la universidad se convertía en una retahíla de saludados y saludantes con los que charlar unos minutos. Perdida la rutina y la certeza de que mañana estaría allí para ponernos al día, todos intentaban irse con su pájaro en mano tras haber dicho hola.

El impacto sobre el rendimiento de estudio resultaba evidente y, a modo de profecía autocumplida para quienes temían no verme al día siguiente, terminó conmigo acudiendo a otra biblitoeca donde no conoc’ia a apenas nadie y más cercana a casa, la Biblioteca Provincial en donde también estudiaba mi amiga Ana, que falleció hace ya una década, pero de eso no hablaremos aquí.

Presentada la situación y con el spoiler contenido en el título ya vislumbrarán ustedes dónde vamos a terminar este artículo. No es la primera vez que hablamos de teletrabajo en estas páginas. En una de nuestras notas incluso avisábamos de que el modelo híbrido tenía virtudes, incluso un tanto aristotélicas, al combinar los dos extremos de trabajo presencial o remoto.

Lo que no supe anticipar en aquel momento es que al experimentar el modelo híbrido (y tengo la suerte de que en mi caso es bastante generoso, acudo a la oficina con absoluta flexibilidad, lo que se traduce en ir normalmente un día a la semana) iba a tener esta constante sensación de estar en el primer día de clase, ése en el que tras una larga pausa veraniega uno iba a clase sin libros y se dedicaba a saludar a los amigos. Ir a la oficina un día cada muchos es ir a la oficina de visita, siempre hay alguien a quien saludar, con quien ponerse al día.

De si las oficinas se han convertido en coworkings sobredimensionados en los que todas las reuniones se intermedian por videoconferencia porque siempre hay alguien en remoto también hablamos otro día, si les interesa el tema. Avisen en comentarios si quieren.

Por hoy lo dejamos en esto: el modelo híbrido es muy bueno para combinar presencialidad y flexibilidad, y permite configurar equipos eficaces. De ese beneficio se recoge un mejor trabajo en equipo en general, con la particularidad de que los días de ir a la oficina son menos productivos que aquellos en que nos quedamos en casa.

Es inevitable que eso genere una tensión entre el querer ver a las personas, el temor a no avanzar lo prioritario, y la tentación de sacrificar una cosa por la otra y terminar no teniendo ninguna de las dos. Habrá que aprender a vivir con ello.

La vida privada sigue siendo un gran producto

Hace casi tres lustros publiqué una nota en este mismo blog que titulé La vida privada como producto. Es de las pocas notas que fue a parar casi tal cual a La sociedad de control, porque la misma fue escrita ya en las fases finales del mismo; otras ideas previamente apuntadas aquí también fueron al libro, pero en versión reescrita o reorganizada.

A raíz de toda la polémica en torno a Twitter tras la compra del mismo por parte de Elon Musk se ha vuelto a hablar de la cantidad de datos que recolectan sobre nosotros los servicios de Internet. No es nada nuevo, ya he mencionado que el tema era ya motivo de reflexión hace quince años (Beacon de Facebook saltó a la fama en 2007.)

Pero dado que sigue siendo vigente y dando que hablar, vale la pena volver unos minutos sobre este tema.

Sobre todo porque monitorizar todo lo que hacemos y alimentar con esos datos que como migas de pan vamos dejando para que alguien recoja está en el centro de la abultada valoración en el mercado de empresas como Google, Facebok, o Twitter. El resumen viene a ser que todos piensan que el negocio de los datos es muy rentable y lo va a ser aún más.

Queda el recurso de siempre: la escalada técnica, la tecnología y la contratecnología. Intentar borrar el rastro: dejar de usar servicios es prácticamente inviable, pero no es suficiente. Hay que ir más allá: borrar tus cookies diariamente, cambiar la IP pública de tu router también diariamente (si es que puedes, que no siempre), enmascarar/aleatorizar la MAC del dispositivo con el que navegas, y otras medidas similares que en general ninguno de nosotros aplicamos porque la vida es muy compleja así. Pero entonces estamos literalmente vendidos.

No es que sea nuevo, pero obviamente conviene recordarlo. Facebook tiene perfil tuyo aunque no tengas cuenta, y eso suponiendo que tampoco uses Instagram, o WhatsApp. Acumula tu navegación y hasta en algunos casos será capaz de saber quiénes son tus relaciones por inferencia de posts de otras personas, etiquetas en fotos, menciones en otros posts… y acorde a esa información adapta (mal, pero la adaptan) la publicidad que te muestran.

Y va a ser peor: los ordenadores generan datos, es lo que hacen mejor. Datos y más datos, logs y más logs de toda la actividad. Las empresas son más ágiles y llegaron primero, pero los estados ya están llegando. Los estados son más grandes y su impacto es mayor. Es cuestión de tiempo que en todo occidente tengamos un social credit score como tienen en China. Para mi todo es un flashback en estos temas, pero soy tremendamente pesimista respecto de las opciones reales de frenarlo. Viviremos en una sociedad de control el resto de nuestras vidas a menos que haya algún cisne negro que haga que cambiemos de rumbo por motivos que no acertamos ni a imaginar ahora mismo.

La banalización del suicidio

En España, cada año, mueren el doble de personas por suicidio que por accidentes de tráfico.

Sin embargo, hay multitud de campañas de concienciación sobre seguridad vial y, comparativamente, se realizan pocos esfuerzos a la prevención del suicidio.

Algunas ideas sobre este tema.

  • Velo informativo. Existe además la sensación de que no se puede, o no se debe, hablar del tema para evitar una suerte de estúpido mimetismo que lleve a más personas a ver esa opción como una solución viable a sus diferentes situaciones. No es que esté mal, sabemos del efecto amplificador de los medios de masas, pero por sí mismo es una medida insuficiente.
  • Banalización. Desconozco cuál era la tasa de suicidio en occidente hace un par de siglos. Pero diría que, con la secularización de la vida y el retroceso de la religión en occidente, el acto de quitarse la propia vida ha dejado de verse mayoritariamente como algo rechazable, algo que hay que evitar. En el auge de las sociedades liberales seculares en las que todo es permisible mientras no se afecte injustamente a los demás, se pasa por alto el dañarse a sí mismo. Algo que en sociedades cristianas desde luego no se veía igual, pues quien se suicida mata en efecto a una persona y eso va directamente contra uno de los mandamientos cristianos.

En cualquier caso, estamos en mitad de barullo legal sobre si habría que legalizar la eutanasia masivamente, restándole importancia. Dándole el mismo tratamiento aséptico que se le da a la posibilidad de abrir o no abrir las tiendas un domingo.

Y en mitad de todo esto, los muertos. Las personas que siguen tirando la toalla sin que su entorno pueda ayudarles a tiempo.

El bucle melancólico

Leo demasiado poco a Juaristi para la satisfacción que me reporta leerle. Anduve leyendo El bucle melancólico (Amazon), un libro publicado hace un cuarto de siglo y que constituye un resumen de todo lo que es el nacionalismo vasco desde sus orígenes en la cabeza de los hermanos Arana Goiri, más por despecho al ver cómo tras ser hijo y nieto de caciques locales y alcaldes de Abando Sabino Arana descubrió que no iba a tener esa posición al esfumarse los privilegios familares como resultado de la participación de su padre en el lado perdedor de la guerra carlista 1872-76 y la absorción de Abando por parte de Bilbao, hasta esos momentos finales del pasado s. XX, asesinato de Miguel Ángel Blanco incluido, y repasando a las diferentes oleadas de jóvenes que hicieron suya la causa y la ayudaron a mutar hasta dar origen a la banda terrorista ETA.

Pese a ser un libro no demasiado largo, de unas cuatrocientas páginas, el resumen es detallado y completo, si bien está escrita con el habitual estilo académico de Juaristi. Así que tampoco es una lectura realmente ligera. Es en todo caso bastante recomendable si os gusta la historia y también si quieren entender el origen de ciertas alianzas partidarias a primera vista improbables que aún a día de hoy definen el equilibrio de poder en España.

Utilitarismo en los impuestos

Hace un par de semanas hablábamos de los límites del utilitarismo al hablar de familia, natalidad, y pensiones. Existe un segundo escenario muy parecido en el que se suele enlazar por motivos ideológicos la necesidad de pagar impuestos y la disponibilidad de servicios básicos como sanidad y educación. Vamos a hablar del corolario utilitarista de la sanidad y la educación.

A estas alturas ya estarán más que al tanto del rol memético de la sanidad y la educación públicas y de calidad como proxies para debatir sobre ideologías. Los favorables a subidas de impuestos y a una mayor intervención del estado en todos los aspectos lo justifican con la amenaza de que, de no hacerse lo que piden, no habrá más remedio que cerrar escuelas y hospitales.

Dejando de lado el hecho de que es de malas personas proponer, ante cualquier bajada de impuestos y como proponen quienes dicen estar comprometidos con la defensa de los servicios públicos, comenzar a reducir el gasto público por servicios como sanidad y educación cuando estos consumen el 25% del gasto público en España (esto es, cuando hay un 75% de otras cosas por las que empezar), podemos así mismo aceptar el argumento para poder filosofar y juguetear con el mismo, así vemos dónde nos lleva ese sendero de baldosas amarillas.

Si el objetivo último de pagar impuestos no es pagar por el hecho de pagar sino pagar para proveer servicios públicos a la población -algo que en casos de populismo extremo se llega a elevar al altar de ser el único y verdadero patriotismo: pagar impuestos-, ¿qué sucede si hay recetas alternativas que ofrezcan mejores servicios para la población con menos peso de lo público y menos impuestos? Y ¿si, por ejemplo, lo que permite a las personas tener mejor acceso a servicios médicos es el sistema concertado alemán, o el sistema privado suizo?

La flojera argumental de equiparar pago de impuestos a ser buen ciudadano es muy propia de la propaganda de hacienda. Sumar el patriotismo a ese cóctel es la guinda a un pastel bastante agrio. Todo ello hace aguas en cuanto nos preguntamos si hay fórmulas mejores para dar esos servicios que quizá pasen, precisamente, por hacer lo opuesto. Los temas complejos no suelen tener soluciones fáciles.

Pero se puede ir más allá, si el patriotismo es pagar impuestos. Veamos con un ejemplo lo absurdo de equiparar estas dos cosas. Demos por buena la equivalencia y, en ese caso, preguntémonos qué sucede si la mejor forma de proveer acceso a los beneficios del mal llamado estado del bienestar fuese precisamente bajarlos. ¿Nos convertiría eso a quienes defendemos su reducción en patriotas andorranos de la noche a la mañana? Quizá visto así se entienda mejor la tontería del argumento y dejemos de mezclar velocidad y tocino.

Al final, podemos debatir largo y tendido sobre la necesidad de pagar una cierta cantidad de impuestos para mantener un estado, y también un estado de derecho, en el que se cumpla la ley y se garantice la libertad de las personas. Retorcer el argumento para hacer pasar por virtuoso todo lo que sea pagar impuestos per se, sin validación objetiva de lo obtenido a cambio, parece injustificado.

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