Como soy poco dado a creerme a pies juntillas las opiniones de los demás sobre cosas que puedo evaluar yo mismo, dediqué unos días a leer el último libro de Malcolm Gladwell, David and Goliath, un trabajo del cual ya había leído (y comentado) algunas opiniones nada positivas.
Mi escepticismo chocó contra lo que página a página parecía la confirmación de que todo rumor era absolutamente cierto: Gladwell construye un relato en el que intenta pasar por norma lo que no es sino una recopilación de casualidades y excepciones. Es algo que no debería sorprenderme, pues su anterior Outliers sigue este patrón: glosa vidas de personajes extraordinarios y concluye que todos ellos fueron extraordinarios porque dedicaron muchísimas horas al desarrollo de una habilidad concreta. E incluso los argumentos de su más respetado Tipping Point están ya muy arrinconados si estudiamos dinámica de redes sociales y propagación de información.
Aún así, la hipótesis de Outliers de que son el esfuerzo y el tesón los responsables de la alta cualificación suena verosímil, y casi deseable. Sin embargo, David and Goliath es un libro que a duras penas se mantiene a flote en su primer tercio, pero que naufraga irremediablemente a medida que Gladwell riza el rizo hasta el imposible para intentar convencernos de que sufrir dislexia es positivo para un niño. Y de que sin duda somos unos necios si no deseamos que nuestro hijo sea disléxico.
Se ampara para justificar su apología de la dislexia, cómo no, en una serie de casos excepcionales, como que diversas personalidades brillantes de los negocios y la política sean disléxicos. Obvia, por supuesto, que la inmensa mayoría de personas que padecen dislexia no se sobreponen jamás al hándicap que ésta supone para su desarrollo y aprendizaje normales, y para la integración con las personas de su entorno y sus oportunidades como adultos.
Repite este patrón con otros temas: defendiendo las virtudes de pertenecer a una minoría racial en un entorno profundamente racista, o ser pobre de solemnidad, como forjadores de carácter. Una vez más se olvida de que la inmensa mayoría de miembros de una minoría racial en un entorno social racista jamás gozarán de una mínima oportunidad de sobreponerse a los problemas que ello supone. O que los niños pobres de solemnidad generalmente no superan esa situación.
Todo da igual en el mundo del cherry picking, eso que en español se llama falacia de evidencia incompleta (o sesgo de selección). Y como digo, durante el primer tercio del libro se hace soportable, porque queda la promesa de que la cosa mejore. Pero a partir de ahí, al ver que no sólo no mejora sino que va a peor (dedica un buen tramo del libro a defender las virtudes de la dislexia, cuando la mayoría de personas que la sufren están bastante jodidos, si me permiten la expresión) resulta muy difícil mantener el interés y el libro se va desinflando porque las sucesivas maravillas excepcionales resultan cada vez más cansinas.
En definitiva, se trata de un libro breve que muy probablemente no será recordado, que evidencia el poco rigor de su autor, y que no pasa el corte de la recomendación. Hay muchos libros ahí afuera esperando ser leídos que seguramente le serán más provechosos. Eso sí, puede que Gladwell no lo buscara intencionadamente, pero le quedó un perfecto manual de autoayuda. Sobre todo para padres de niños disléxicos.