El desvanecimiento de la infrastructura para vivir offline

Joven jugando videojuegos con un headset de realidad virtual

Las computadoras y lo que podemos hacer con ellas evolucionan rápido. Nuestros cerebros y nuestros genes evolucionan despacio. El ser humano se ha adaptado maravillosamente bien a avances tecnológicos pasados, y puede que sea así también en el futuro. Pero la complejidad de la sociedad digital es creciente y esto pone ante nosotros un reto formidable.

Lo que al principio era un PC en casa sin conexión a internet primero se conectó a internet y luego tuviste un móvil que vivía en otro universo, pero luego el móvil ganó acceso a los mismos servicios y se sincronizaron, pero no directamente, se sincronizaron usando La Nube(tm). Y ahora el móvil está en el centro de todo; hasta para pagar hemos empezado a no usar las tradicionales tarjetas de crédito y ahora usamos la versión digital integrada en el móvil, o en ese reloj que no es más que otro ordenador aún más pequeño. Vivir sin Internet en el móvil a todas horas es crecientemente difícil.

Las personas, por contra, aprendemos más despacio. No hemos aprendido aún a guardar nuestra información digital de forma ni segura ni perdurable. Los formatos de documentos quedan anticuados, las copias de seguridad nunca son lo fiables que nos prometieron que serían. Una mayoría de personas se ha habituado a perder periódicamente sus fotos o a delegarlas directamente en un servicio online. La complejidad de tener una copia de seguridad fiable y offline es alta, no todo el mundo quiere poner esa dedicación. De hacer copias físicas de tus documentos ni hablamos. ¿Cuándo fue la última vez que hiciste un álbum de fotos físicas para tenerlas de recuerdo?

Al mismo tiempo, la infraestructura para vivir sin móvil -o lo que es lo mismo, no estar online 24/7- se desvanece por momentos. Autenticadores de un solo uso, tarjetas de crédito, mensajería para hablar con tus seres cercanos, acceso a banca online. Sin móvil, todas esas cosas son crecientemente complejas. No sé si realmente vamos a ese mundo sin cosas como lo define Byung-Chul Han, pero desde luego vamos a un mundo cada vez más digital. La pesadilla de perder el móvil y quedar bloqueado sin acceso a tu cuenta de Google, y con ello al margen de tu vida digital, ha sustituido a la de descubrir que te faltan un par de asignaturas para terminar la carrera.

¿Cuánto tiempo seremos capaces de lidiar con esta complejidad creciente antes de desistir todos y estar a merced de la fortuna para sufrir un problema crítico de seguridad, un Chernobil de la privacidad? El límite será diferente para cada uno, pero todos tendremos un límite, un punto a partir del cual diremos basta y nos plantemos. Habrá quien use un gestor de contraseñas (con sus riesgos de compartimentalización), habrá quien decida tener dos terminales diferentes (uno con la aplicación del banco y otro con el el email o el WhatsApp, para tener canales de verdad separados). El umbral será diferente, pero todos lo cruzaremos en algún momento. Lo que pase después aún no lo sabemos, pero lo intuímos.

Es la gran disonancia cognitiva de esta última década: todos estamos de acuerdo en que usamos demasiado el teléfono móvil y seguimos adoptando colectivamente hábitos y herramientas que hacen mucho más difícil el permanecer offline.

[Imagen: Joven con headset de VR, hecha con LeonardoAI.]

La celebración de la ignorancia

Carl Sagan

De Carl Sagan se suele hablar como un gran divulgador científico, y así es: fue uno de los divulgadores más conocidos de su tiempo.

Así, en 1995 escribió Sagan, vía Om Malik:

The dumbing down of American is most evident in the slow decay of substantive content in the enormously influential media, the 30 second sound bites (now down to 10 seconds or less), lowest common denominator programming, credulous presentations on pseudoscience and superstition, but especially a kind of celebration of ignorance.


Más allá de los sesgos de la información en los medios de comunicación de masas, que me aburre discutir, no sé si siempre fue así pero ahora mismo los autodenominados divulgadores científicos no son más que periodistas con falacia de autoridad integrada. La última pandemia nos brindó numerosos casos de esto.

Por si fuera poco -quizá como muchos científicos, pero ése es otro debate- adolecen con frecuencia de la humildad necesaria para la ciencia. Donde los primeros están a menudo más interesados en la satisfacción que les otorga trabajar en ciencia, y de no tener que buscar un trabajo normal, que en la generación de conocimiento científico en sí mismo, el derivado comercial -el divulgador- está más preocupado en tener razón que en difundir conocimiento, parapetando afirmaciones tras La Ciencia como quien se pone a salvo de metralla tras una trinchera.

[Imagen: Carl Sagan estilo Ghibli, hecha con LeonardoAI.]

El coche (eléctrico) como vehículo de lujo y su impacto en los modelos de urbanismo mayoritarios

Área urbana

The End of Suburbia es un documental sobre cómo el final del petróleo tendrá como una de sus consecuencias el final del desarrollismo urbano en torno a suburbios: áreas de nueva urbanización alejadas del centro de las ciudades en las que el menor valor del suelo sirve para que las familias puedan adquirir casas más grandes.

En su versión castiza estos suburbios no se traducen tanto en casas unifamiliares como en bloques de vivienda estándar en los que el terreno extra que se puede comprar al alejarse del centro de la ciudad se dedica a espacios comunes (piscinas, jardines, pistas de pádel). Lo que vienen siendo los PAUs, proyectos de actuación urbanística, hacia los que cierta parte de la población apunta con mal tino sus cañones.

En la primera parte del documental introducen cómo se ha llegado a este tipo de desarrollo urbanístico y una de las claves está en el desarrollo industrial. Las ciudades se convierten en lugar de oportunidades, pero al precio de ser sucios, estar contaminadas, y tener a su población muy concentrada; actualmente la contaminación ha remitido mucho en el primer mundo, pero la masificación en los centros de las ciudades sigue existiendo.

La reacción social fue casi de forma espontánea desear un regreso a vivir sin apreturas, fuera de las zonas más industrializadas, para poder recuperar parte de esas condiciones de vida entregadas a cambio de mejoras en otros ámbitos, sacrificios hechos todos ellos en el altar del progreso industrial.

Con semejante introducción, ya me quedé viendolo hasta el final, pues en ese momento leía Behemoth, un libro sobre la historia de la fábrica y su influencia en el mundo contemporáneo, y del que ya he hablado en estas páginas al hilo de la mal denominada gran renuncia y del optimismo pacifista actual y donde se describe con detalle la evolución de la ciudad durante el s. XIX y su creciente industrialización.

Volviendo al documental, una de sus principales gracias a estas alturas es que fue rodado hace veinte años y las predicciones en él vertidas se ven de otra forma a estas alturas; principalmente como una sucesión de fallos. En él van haciendo intervenciones casi en bucle, como si de una rueda de castigo se tratase, todo tipo de profetas del apocalipsis: el pico de petróleo va a llegar, à la Fernando Arrabal. Con la salvedad de que predicen el mismo para fechas ya pasadas… sin que hayamos visto mayor impacto; al menos por ahora.

Es necesario tomarse en serio el asunto de la energía, con rigor y con números, no dejándolo en manos de activistas que, como dice Velarde Daoiz, nunca pagan los platos rotos. En Energía, seguridad energética, y cambio climático mencionamos de pasada Energy for Future Presidents y creo que es una buena lectura, sobre cómo afrontar el problema de reducir las emisiones de dióxido de carbono. Si bien estoy seguro de que los datos ya no serán demasiado actuales, conceptualmente todo sigue más o menos vigente.

Regresando momentáneamente a los platos rotos, ahora mismo faltaría saber cuál es el impacto real de la nueva transición a energías verdes en la riqueza general, así como qué otros efectos en el urbanismo actual si la reconversión eléctrica del parque móvil conlleva una disminución de la disponibilidad de vehículos privados para uso familiar. Si no podemos tener coches para movernos fácilmente, las personas querrán volver a vivir cerca del centro de las ciudades.

A día de hoy, no tenemos capacidad minera ni industrial para extraer los metales necesarios (como poco cobre y litio) para reconvertir en vehículos eléctricos el parque móvil actual de forma masiva. Esto no significa que no podamos mejorar nuestra tecnología de minas, pero está por hacerse y la transición eléctrica en regiones como la Unión Europea está fechada para el año 2035. Más aún, esos metales habrá que extraerlos y refinarlos… y está por ver que sea viable hacer eso usando energías renovables; a ver si no vamos a terminar emitiendo aún más gases de efecto invernadero solo que en lugares donde el concienciado votante urbanita no lo vea. Típica filosofía de no en mi jardín.

Como digo, una posibilidad es que en el futuro haya menos coches, que los mismos pasen a ser infrecuentes. Pero ello conllevaría una reconcentración de la población desde los suburbios hacia el centro de las ciudades. Si les parece que vivir en el centro es caro ahora, esperen a que las clases medias con sus buenos salarios entre en la pugna por vivir también en el centro.

[Imagen: Área urbana, hecha con LeonardoAI.]

La gente, populismo, tiranía

De aquellos hombres que han derrocado las libertades de las repúblicas, la mayor parte ha comenzado su carrera pagando obsequioso cortejo a la gente; comenzando como demagogos y terminando como tiranos.

Alexander Hamilton, en The Federalist Papers

Lo nuevo, lo bueno, y la heurística de la novedad tecnológica fuera de lugar

Gregorio Luri en La Malagueta

Un error habitual en nuestra sociedad actual, tan acostumbrada a la aparición constante de nuevas herramientas tecnológicas que mejoran a las anteriores, es la atribución de la cualidad de bueno a cosas por el mero hecho de que son nuevas, cuando aún tienen que demostrar que realmente son buenas.

Cuando hablamos de herramientas tecnológicas, esa línea se difumina un poco porque es cierto que una nueva aplicación de software suele mejorar a la anterior, ya sea el editor de texto o ChatGPT. Inmersos como estamos en la vorágine de novedades digitales es fácil, por tanto, confundirse y pensar que lo nuevo es siempre e inevitablemente mejor y generalmente hay poca penalización por equivocarse al juzgar así servicios digitales o software. Es lo que yo llamo la heurística de la novedad tecnológica.

El problema es cuando extrapolamos esta forma de juzgar lo nuevo hacia fuera del ámbito tecnológico. ¿Es la enseñanza por proyectos mejor que la tradicional o tan solo es que es algo que no se hacía cuando nosotros fuimos al colegio? ¿Es una cuchara de forma innovadora mejor que la tradicional por el solo hecho de tener una forma nueva? Si le aplicamos la heurística comentada arriba, por el hecho de ser nuevo debe seguramente ser mejor, pero eso es un error. Las reglas son diferentes cuando no hablamos de sistemas digitales. En estos casos, el error no es inocuo y suele tener consecuencias al seleccionar como mejor algo que en efecto no lo es.

Les hablo de todo esto porque hoy estuve viendo una pequeña conferencia en La Malagueta, o entrevista quizá, con Gregorio Luri donde se abordó, entre otros, el tema de la transposición de significados nuevo-bueno, algo que él ya comentó a fondo en La escuela no es un parque de atracciones (libro que hemos visitado en estas páginas en un par de ocasiones) y me ha parecido que algo que no hemos llegado a comentar por falta de tiempo era precisamente esto, que a veces este tipo de confusiones nacen de la influencia que la tecnología tiene en nuestra percepción del mundo. Estamos juzgando cosas como si fueran herramientas digitales cuando no lo son, y eso equivale a extrapolar conceptos más allá de su rango de aplicación válido.

Transición demográfica, prosperidad, y retos globales

Ciudad del s. XVIII con un toque steampunk victoriano

Respecto de la relación entre prosperidad y natalidad se asume como verdad infalible que los países reducen su natalidad conforme prosperan y mejoran sus condiciones de vida. Es lo que normalmente conocemos como transición demográfica. En general es correcto, pero hay excepciones. Como es el caso de Francia sobre el que trata el artículo publicado en Work In Progress.

La transición demográfica en Francia precede en más de un siglo a la de otros países que en aquel momento gozaban de mayor riqueza y mejores condiciones de vida, como Inglaterra. Así, es un ejemplo de que no siempre existe esa correlación. Desde mediados del siglo XVIII Francia ha algo más que duplicado su población mientras Inglaterra la multiplicó por diez.

En el artículo se relaciona esto también con la pérdida de la hegemonía continental francesa, aunque asumo que las cosas son un poco más complejas y otros factores habrán contribuido también. En la línea de otros autores que advierten de que, más allá de la sobrepoblación, el verdadero reto global es el de cómo frenar la disminución de población global cuando India o China transicionen a una demografía con mucha menor natalidad, como parecen indicar los datos.

Por último hay que recordar que sigue existiendo la tentación utilitarista; aquello de decir que la natalidad es parte de la recuperación de la prosperidad y defender la primera únicamente en base a la segunda. Las pensiones, et cétera. No es que esa afirmación sea incorrecta, pero de verdad hay otras formas mejores de defender ese tema, como comentamos al hilo de los límites del utilitarismo.

[Imagen: Ciudad del s. XVIII con un toque steampunk victoriano, hecha con Stable Diffusion.]

Optimismo pacifista actual y el paralelismo con la historia del s. XIX

Decadent city urban conflict

Una de las muchas cosas interesantes que Joshua Freeman cuenta en Behemoth, libro del que ya hemos comentado algún pasaje, gira en torno al optimismo de la flamante sociedad industrial tras haber disfrutado muchas décadas de paz. Aquella sociedad se percibió a sí misma como una suerte de sociedad postbélica en la que las guerras se han superado y pertenecen únicamente al pasado, como una forma anticuada de resolución de conflictos.

El contexto de lo que Freeman nos cuenta es el de la larga paz acontecida entre el final de las guerras napoleónicas (1815) y la guerra franco-prusiana en 1871. Durante ese periodo, el único conflicto entre países que tuvo lugar en Europa fue la guerra de Crimea, en 1844. Pero esa guerra fue percibida como lejana por las sociedades más ricas de europa occidental, que experimentaban una industrialización revolucionaria, por lo que la percepción general fue la de una duradera paz de más de cinco décadas. Salvedad para el convulso siglo XIX español y sus guerras civiles, Freeman habla desde el contexto de una revolución industrial protagonizada por otros países y que ciertamente también llegó tarde a España.

Así, el sentimiento general en ese momento histórico era de progreso: mejoras en las condiciones de vida, mejoras en las relaciones comerciales entre países, y como consecuencia las guerras se veían como cosa del pasado, obsoletas como consecuencia de todo lo anterior. La civilización habría superado a la barbarie.

Poco sabían quienes vivían en 1870 que en un periodo prácticamente igual, apenas unos años más, habrían de tener lugar en el centro de Europa dos cruentísimas guerras mundiales con decenas de millones de muertos, lo que da buena idea de cómo de erróneas eran aquellas expectativas.

Lo que me llamó la atención de lo que cuenta Freeman es el paralelismo con el momento actual, guerra en Crimea incluída. En el occidente globalizado el sentimiento actual es muy parecido a aquel. Setenta años tras la segunda guerra mundial, cincuenta tras el fin de la dictadura en España, apenas quedan supervivientes de aquellas guerras y la población casi en su totalidad no ha conocido escenarios de conflicto o guerra en las ciudades que habitan, lo cual provoca el sesgo de percibir algo así como absolutamente imposible y al mismo tiempo por falta de experiencia en primera persona, una frivolización de lo que estas cosas conllevan y un aumento del lenguaje belicoso, como hemos visto en la deriva populista española desde el 15-M.

No llegamos a imaginarnos la guerra impactando directamente nuestras vidas. Por contra, tendemos a concebir la historia como un proceso de mejora inevitable y ni siquiera concebimos que hay muchas papeletas de que la conflictividad que ahora mismo solo se vive en algunas ciudades europeas como Bruselas, París, o Marsellas, pueda en un par de décadas ser la moneda común en muchas otras ciudades europeas que ahora mismo son remansos de paz, pese a que estos escenarios son los que hace ya muchos años vaticinan quienes de estos saben mucho como Jesús Pérez.

En el s. XIX, este largo periodo de paz atravesó una fase de optimismo y culminó en dos guerras mundiales que desbarataron esa ensoñación. Del mismo modo que paz pasada no garantiza paz futura, afortunadamente guerras pasadas tampoco garantizan guerras futuras. Conviene, no obstante, no dar por sentada la paz futura, no sería la primera vez que nuestra sociedad se equivoca y quizá la historia que no estudiamos suficiente pueda servirnos para prevenirnos en esta ocasión.

[Imagen: Ciudad decadente asolada por conflictos urbanos, hecha con Stable Diffusion.]

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