Cuando llega el momento de hablar sobre la web actual, esa que en 2008 todo el mundo conoce como web social, 2.0 o web participativa hechar por personas y en la que todos estamos inmersos, hay un par de cuestiones que me llaman la atención. Nada realmente importante, pero aún le dedicaré un post.
Tiene que ver con el nombre en sí de todas las facetas de esta, así llamada, web social. En primer lugar, ¿por qué lo llaman web social si esa «vieja web 1.0» ya la hacían las personas? La respuesta más probable es que el nombre obedezca a la necesidad de lavarle la cara a un viejo producto para venderlo como algo nuevo.
La segunda cuestión, que tiene una resolución parecida, me asalta cada vez que oigo hablar de Redes sociales. ¿Cuál es la diferencia entre las redes sociales 2.0 y las comunidades 1.0? Hasta donde yo sé, la metáfora sigue siendo exactamente la misma que en los tiempos de los «pobladores» y las «aldeas digitales» de finales de los 90 y la promesa también es la misma: entra en mi página y encontrarás gente con la que compartir ideas, iniciativas, aficiones e intereses comunes. Si la metáfora es la misma, el cambio hay que buscarlo en el discurso (respuesta a la primera pregunta), que determinará el rol y la importancia relativa de los miembros de una red/comunidad.
Lo que cambia no es el fondo, sino la forma. El motor que pone en marcha las redes sociales no es «gente buscando gente» sino «vendedor buscando comprador». Las herramientas para comunicarse existen desde hace años (no menos de 10) y el único cambio es que el discurso era antes construido por exploradores, por gente con la inquietud suficiente para abrir el camino y buscar. Ahora la tónica la marca el vendedor, que dirige el ritmo y el tempo de la red (por ejemplo en Facebook, donde con cada acción se invita al usuario a spammear a sus contactos para que instalen tal o cual widget). No es que ahora tengas mil amigos, es que tu red social vive de que puedas abrir el cajón de necesito-que-me-suban-la-moral cada mañana y ver que estás rodeado de mil personas que «te siguen». Aunque eso sea contraproducente, aunque sea imposible «seguir» la actividad de 300 personas; aunque no haya mayor soledad que la de estar rodeado de personas que no te hacen ni caso. Paradójicamente, las redes sociales plagadas de widgets saturados por un mosaico de cientos de contactos resultan ser mucho más impersonales que las así llamadas comunidades.
La comunidad que realmente tiene un interés común del tipo que sea, más allá del simple figurantismo apasionado y del estar en una lista, no está en las tan cacareadas redes sociales: messenger, blogs, foros, listas de correo (según el caso concreto, el tipo de relación y el perfil del usuario) son en todos los casos herramientas más potentes para poner a personas en contacto y organizar discusiones; los sitios tipo Facebook no son más que un directorio de gente que te cae cerca en alguno de todos los demás ámbitos. Como herramienta de márketing personal quizá esté bien, pero para estar en contacto con alguien seguramente acabarás leyendo su blog, aún más probable es que acabéis hablando por messenger (que también tiene su miga, con muchísimos contactos con los que has hablado una vez -o ninguna-).
¿Un resumen?
La verdadera red social, la comunidad, está fuera de las redes sociales porque la conversación se articula mejor desde fuera del bullicio de avatares, widgets y demás algarabía social. Pero el hecho de que la verdadera comunidad esté fuera de las redes sociales, y el hecho de que el figurantismo coleccionista convierta las redes en un acumular amigos/seguidores/contactos, ¿no hace que, en cierta medida, las redes sociales sean una farsa? Podría pensarse que sí, pero si volvemos al principio de la anotación (el discurso que las crea) descubrimos que no son una farsa: están construidas desde el punto de vista del vendedor y cumplen su función. Vender. En las comunidades el leitmotiv era impuesto por las ganas de descubrir, esas que empujaron a muchos exploradores a abrir nuevos espacios, en las redes sociales que tenemos ahora domina el vendedor y su ímpetu.
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