¿Se acuerdan de cuando el secreto de las telecomunicaciones era algo sagrado, intocable y estaba rodeado de un aura de inmutabilidad? El secreto de las telecomunicaciones nació de la necesidad de una minoría dominante (que tenía acceso a todo) de proteger sus asuntillos frente a una masa social que por no tener no tenía (en muchas ocasiones) ni teléfono fijo. De móviles e internet ni hablamos, les digo que este derecho viene de antiguo.
Hasta hace relativamente poco, de hecho, se tenía a este derecho en alta estima por parte de nuestra clase política. Que le dedicó un artículo en la constitución de platino iridiado de 1978 (en concreto, 18.3), ya que ayudaba frecuentemente a salvar sus sucios culos cuando los pillaban hablando por teléfono de asuntos turbios. Por supuesto, colateralmente todos nos beneficiamos porque este derecho tiene un gran valor democrático. Protege a los ciudadanos del abuso del Estado que a veces quiere escuchar lo que no debe, en la lucha constante contra el latente «enemigo interior».
Hace unos años, en los últimos años del felipismo, en este país se aludía constantemente a este derecho como algo inalienable, como consecuencia de las escuchas ilegales que el CESID llevó a cabo en teléfonos de numerosas personalidades del Estado a partir de 1992 (pincharon teléfonos tan dispares como el del español más igual o los de las sedes de HB). En aquellos años la intromisión en las conversaciones privadas de las personas eran criminalizadas por los mismos medios que ahora las defenderán como parte necesaria de la seguridad.
¿Por qué ahora cualquier excusa es buena para pinchar las comunicaciones? Suecia, Alemania, Francia, Reino Unido y pronto España (de prosperar las irritantes recomendaciones del director de la AEPD, que ya manda cojones) pinchan o planean pinchar las comunicaciones de todos sus ciudadanos. En unas ocasiones lo hacen en nombre de la seguridad (aunque el s. XX nos enseñó que el exceso de vigilancia estatal es un peligro para la seguridad de los ciudadanos); en otras lo hacen para defender los mal llamados derechos de autor recordándonos porqué frenar el cercamiento digital y ganar la guerra contra los abusos que tienen lugar en nombre de la propiedad intelectual es crucial para el futuro de la libertad. Cuando autoridades autoproclamadas se atreven a redactar las leyes, ¿qué queda de la democracia? ¿qué del parlamento elegido entre todos para que nos represente y nos haga la vida más fácil y mejor? ¿Qué del acuerdo de ciudadanía que nos vincula con esas instituciones? Cada vez menos.
De norte a sur, toda Europa ha iniciado una campaña de supresión de derechos y libertades básicos. ¿Qué lugar queda para el secreto de las comunicaciones? Ese derecho otrora sagrado e inmutable es ahora un estorbo para la nueva sociedad de control. La semántica de combate hace su parte y los medios transmiten el mensaje: las comunicaciones privadas son cosas de terroristas y un ciudadano de bien (escalofríos recorriéndome sólo de pensar que volvemos a la semántica franquista) no tiene nada que ocultar.
En estas estamos.