Y seguimos comentando lecturas interesantes. En este caso comentamos el último libro de Neal Stephenson: Anatema: una maravilla de libro, por cierto, en el que Stephenson vuelve a demostrar su interés no sólo por las buenas historias sino por las ideas interesantes en que se desenvuelven estas historias. Un buen libro, como digo aunque la traducción vuelve a estar cargada de esos plausibles habituales en otras traducciones de Stephenson y que tanto me revuelven el estómago.
Anatema cuenta la historia de Arbre, un planeta similar a la tierra en el que sus habitantes humanoides (arbranos, más descritos en todo momento como si fueran humanos) viven separados en dos clases diferentes: los avotos y los extras. Hasta aquí, lo habitual en Stephenson: ciencia ficción con un universo propio que conlleva la generación de una gran cantidad de vocabulario que hace algo lento de leer el primer tramo del libro pero que pronto revierte en una riqueza y un detalle para la narración que consigue que se devore rápidamente la novela.
[Foto: El transbordador Atlantis y la ISS fotografiados frente al sol, en un tránsito que dura alrededor de medio segundo. Visto en Bad Astronomy]
Lo interesante de esta novela está, de hecho, en esta configuración inicial. Los avotos son pensadores: filósofos, científicos, músicos entregados a desarrollar su labor, escogida por propio interés, de forma disciplinada. Para ello desarrollan modos de vida en concentos (una especie de conventos en los que en lugar de rezarle a dios, uno tiene total libertad para dedicarse a la investigación) al margen de los extras (resto de la población, que hace una vida al uso fuera de estos concentos). De entrada, parece lógico que los avotos vivan en comunidad en estos concentos, ya que parecen haber comprendido que la única forma de extraer un conocimiento útil a la comunidad es, precisamente, vivir en comunidad. Además, desarrollan toda una serie de ritos (aparentemente sin importancia como dar cuerda al reloj o los turnos para servir la mesa), más que nada simbólicos capaces de devolver una importancia a cada momento y cada día (importante para mantener la cordura cuando uno vive durante años sin abandonar este concento) y para mantener un cierto orden en la comunidad misma (mantener el reloj y organizar la comida son mucho más que esa tarea sencilla y el simbolismo es algo menos insignificante de lo aparente: es el tiempo y la supervivencia de la comunidad, pequeñas tareas como ésas la mantienen). No es menos importante el hecho de que los avotos deciden por sí mismos entrar en ese sistema casi conventual, un sistema que permite a la vez seleccionar a los que tienen un interés por ese tipo vida y descartar la inercia de los que, naciendo dentro, podrían decidir quedarse en el concento sin tener la inquietud y la aptitud necesaria para mantener la dedicación suficiente a ese modo de vida.
A lo largo de la novela (espero no hacerle a nadie spoiler demasiado grave) queda más o menos claro que en realidad los avotos no decidieron (aunque tampoco se opusieron, porque les permitía llevar una vida disciplinada dedicada a las cosas que más les gustaban) vivir recluidos en estos concentos, sino que en un principio fueron encerrados en estos concentos por los poderes seculares (el establisment que detenta el poder), como un intento de apartarlos del sistema y que esta táctica se demostró radicalmente equivocada precisamente porque al obligarlos a vivir en comunidad estaban facilitando precisamente la obtención y acumulación de conocimiento por parte de esta clase de intelectuales a los que querían mantener bajo control. En la novela queda claro que, en épocas de emergencia y crisis, los avotos demuestran ser capaces de dar una respuesta más rápida que las hordas de personas dirigidas por el poder secular, pues en ellos había recaído toda la generación de conocimiento comunitario.
Así mismo, llama la atención la particular organización de estos avotos en cenobios o claustros que salen del concento sólo diez días cada cierta cantidad de años. Siendo esta cifra última la que da nombre al cenobio (unario, dieces, centenarios, milésimos; que salen diez días cada uno, diez, cien o mil años) esta cifra es muchas cosas: una medida del compromiso de ese avoto para con la comunidad del concento, pero también una estimación del conocimiento y la habilidad de esos avotos (mayor cuanto más dedicación se tiene y por tanto máxima en los milésimos y descendiendo a partir de ahí). Además, y como consecuencia de esa estimación de habilidad, resulta imposible entrar a formar parte del cenobio centenario sin haber pasado por el decenario (sí se puede entrar ahí sin pasar por el régimen unario), que dará al nuevo avoto tiempo y posibilidad de aprender y desarrollar habilidades que le capaciten para desarrollar su actividad plena en la disciplina necesaria para ello dentro de una comunidad que sólo atraviesa sus muros una vez cada cien o mil años. Al final, Stephenson describe un proceso de aprendizaje similar al que tienen muchas empresas con sus junior y sus senior, pero más cerca del fraternal compañerismo indiano que de la frialdad estadística de las grandes consultoras.
En definitiva, Stephenson sigue jugando (dando vueltas sobre él, reinventándolo) con el hilo conductor de sus novelas en las cuales una amenaza extrema acerca el fin del mundo y sólo es posible evitar este fin mediante una aventura que implicará la reconversión del mismo tal y como era concebido durante la novela.
Al final, una entretenidísima lectura de aventuras y ciencia ficción marca de la casa (si ya disfrutaste de otros libros de Stephenson, te encantará Anatema con sus disquisiciones cuánticas, aunque no tenga criptojuegos) de la que se pueden extraer algunas ideas que son fácilmente trasladables o aprovechables al día a día de un proyecto vital que se impulsa en la inquietud y en la comunidad para mantenerse en el tiempo y prosperar.