Cuando líderes políticos de la bienpensante Europa famosos por su manía y su afán de control social se arrepienten en público de las pocas leyes democráticas que aprobaron, es que la cosa está ya muy mal.
El fin del estado del bienestar es un hecho innegable: se muere y no volverá. Y no lo hará porque no hay instituciones que lo puedan mantener. Porque los Estados, conscientes de su debilidad, prefieren ser temidos antes que respetados. Porque el mismo proceso que en México da lugar a la familia Michoacana, en Europa se manifiesta en forma de sociedad de control.
Es el fin de una era, la democrática, esa anomalía histórica que sólo se ha manifestado en algo más de dos siglos (y no en todas partes por igual, en Estados como España –y siendo muy, muy generosos– apenas hubo 50 o 60 años de democracia, en otras partes del mundo jamás la tuvieron) de entre los miles de años de historia que ya tiene la civilización humana.
Y si queremos ser libres, más vale que vayamos desarrollando alternativas: no hay hueco para ideas de hace 150 años, no nos podemos permitir ni una pose naïve ni una palabra frívola, pronunciada a sabiendas de que no será cumplida.
El futuro no está escrito, y no está escrito porque, quizá, no existe. Pero que no esté escrito significa que está en nuestras manos. Quizá todo es posible: sobre el teclado negro, los dedos bailan.