Mucho se ha hablado estos días sobre educación, el sistema educativo, su verdadera utilidad y lo bien o mal empleados que están los fondos que se dedican a ello.
El sistema educativo en el que hemos estudiado la mayoría nace de finales del s. XVIII, comienzos del s. XIX. En plena revolución científica y, sobre todo, universalista —todos los niños debían estudiar lo mismo, para que todos supieran lo mismo– que pretendía otorgar al adulto que finalizara la educación una visión del mundo universal, uniformizada y compartida por todos. (Sí, adultos: ya sé que estudiaban menos años, pero también era adultos antes; conozco adolescentes irrepresibles con una edad que haría enmudecer a los adultos de quince años de hace dos siglos.)
En pleno nacimiento y auge de los nacionalismos europeos, al menos los que posteriormente se convirtieron en nacionalismos canónicos del continente, la educación pública no era tan sólo el modo de conseguir mano de obra capaz de manejar la creciente maquinaria requerida en las fábricas, sino la vía idónea para transmitir e imponer la consciencia de pertenencia a un grupo social difícilmente imaginable de no ser de esta forma: la nación. El objetivo no era emancipar a los obreros, ni formar clases dirigentes, autónomas, libres y dotadas de resolución: era formar súbditos capaces no ya de arar el campo, sino de trabajar el acero si hacía falta. Súbditos, además, capaces de morir por desconocidos, personas de las que nada sabe y con las que tan sólo comparte un malentendido y una imaginada pertenencia a una comunidad que en realidad no pasa de mero constructo intangible.
De ahí a aquí. A un ahora en el que por eso, y no por otra cosa, todos los niños estudian obligatoriamente lo mismo, lo mismo, hasta los 16 años. Hasta los 18 si deciden ir hasta el final del bachiller. Párense un momento ante lo irracional de tener a cientos de miles de niños estudiando exactamente lo mismo, alcanzando la edad adulta sin aprender a tomar decisiones (y, por tanto, sin aprender a equivocarse ni a levantarse tras los errores) cada año hasta los 18, sin importar que les gusten locamente la física, o los idiomas, o la pintura. Hay dos formas de ser injusto: tratar de forma diferente cosas que son iguales es la más obvia; la más sutil tiene otra forma y consiste en tratar igual cosas que son diferentes. Los niños son, a menudo, muy diferentes unos de otros: tienen diferentes inquietudes, intereses y pasiones que acabarán definiendo lo que harán cuando crezcan.
Pero tranquilos, que la cosa no para ahí: si deciden especializarse en la Universidad, estudiarán exactamente lo mismo que los otros 300 alumnos de su promoción: ríanse de la libre configuración cuando todos acaban cursando la totalidad de optativas del plan propio para rellenar el currículum. Cientos de titulados superiores salen del cascarón cada año con un trasfondo idéntico y sin experiencia alguna: sin la experiencia siquiera de cribar las asignaturas que se van a estudiar, muy limitada cuando no hay demasiadas optativas de más y acaban estudiándose la gran mayoría de todas las que ofertan.
En estas, como iba diciendo, estos días me iba encontrando referencias sobre educación, sistemas educativos y estas salsas. Encuentro desde los que se hacen la pregunta fundamental: ¿hay que cambiar los paradigmas educativos? hasta los que, como Juan Urrutia, recuerdan que tan sólo somos un ladrillo en el muro y que we dont need no thought control, no dark sarcasm in the classroom. A su vez, Bianka hila alrededor de estos temas y le nace es un post sobre disciplina y Goiri repasa en su blog los datos del sistema educativo español de modo exhaustivo y alcanza una inquietante conclusión: los medios destindos son suficientes para obtener todo lo que se pretenda, si el sistema educativo hace aguas es, quizá, porque ése era el objetivo inicial.
Unimos todo eso a la incapacidad del sistema educativo, tan castrado y limitado, tan ceñido a una anacrónica visión universal del mundo, de inculcar diligencia, seguridad ni curiosidad a las personas que, atravesándolo penosamente, gastan las dos primeras décadas de sus vidas.
No dejo de ver los, cada vez mayores, movimientos pro-colegios profesionales (tanto entre ingenieros informáticos como entre ingenieros químicos) y la exigencia de atribuciones legales como el reflejo de un miedo, a menudo bien fundado, por parte de los titulados: el miedo a no ser capaces de desempeñar la tarea para la que, se supone, se han preparado durante años. El miedo a que un hacker intruso (y agárrense a la semántica de combate que les indica, con el adjetivo, lo que deben pensar: intruso) que decidió aprender por su cuenta porque era feliz con ello, haya adquirido mejores o más útiles habilidades. El miedo a que el mercado laboral reconozca la incapacidad propia y el mérito ajeno y empiece a preguntar qué has hecho, en lugar de qué has estudiado. El miedo que nace de saberse exactamente igual de preparado –por tanto, reemplazable– a otros miles de personas, la consciencia de que el sistema es incapaz de aportar aquello que el alumno deberá aprender en otra parte cuando ya se han gastado dos décadas en el lugar equivocado, en un lugar donde eso no se aprende.
Miedos que nacen, en el entorno que conozco mejor, del reconocimiento implícito de una nueva consciencia emergida: la de que la Universidad española es incapaz de inculcar un mínimo de iniciativa, curiosidad o inventiva. En nadie (y el que sale con alguna, o todas, de estas cualidades a buen seguro ya las llevaba puestas). Miedo que se torna pavor ante la realidad de que la mítica de progreso social que nuestros padres atribuían a los estudios universitarios se viene abajo de forma irremediable.
Sí, ya va siendo hora de cambiar los paradigmas educativos.
[Y algún día hablaremos de cómo ser funcionario, a menudo profesor de secundaria, es la salida fácil para la gran mayoría de aquellos que, incapaces de enfrentarse a una sóla decisión e incapaces de soportar la más mínima frustración –ya que el sistema no les ha enseñado a resistir el más mínimo contratiempo–, hacen acopio de carácter y deciden estudiar disciplinadamente varios años más (y encima quejarse de ello). Una ocupación a la que mirar de frente, para tener una placita que les haga sentir seguros, en la insana creencia de que la inacción puede detener el derrumbe.]