Cuenta Adam Rutherford en A brief history of everyone who ever lived sobre la obsesión contemporánea de demostrar mediante pruebas de ADN que nuestros antepasados incluyen nombres ilustres como Carlomagno o Napoleón. Por simple vanidad o para arrogarnos algún tipo de pedigree que nos haga especiales, relevantes.
Rutherford explica de forma muy amena lo irrelevante de tales preocupaciones, pues por una parte los genes se diluyen mucho en apenas unas generaciones y por otra debido al crecimiento exponencial de nuestro árbol genealógico es estadísticamente muy probable que todos los europeos tengamos un antepasado en común hace apenas 600 años.
Yo, mientras tanto, no dejo de pensar que en ese deseo de contar y contarnos nuestra historia familiar intentando incorporar elementos de ascendencia noble nos aqueja la misma manía que en los reyes medievales se tradujo en la forzada elaboración de detalladísimas y falsas genealogías que los llevaban hasta el mismísimo Noé, en su ambición por poder proclamarse como los legítimos y verdaderos del imperio romano.
Esto último es algo que Jon Juaristi explica de maravilla en El bosque originario, del que he hablado por aquí en varias ocasiones. Ahora nos conformamos con menos: ya no pedimos aparecer en la biblia para ser emperadores de nada y nos basta con cierto abolengo folclórico del que presumir acodados en la barra de un bar.