Es domingo y podríamos tener bocados pero en su lugar voy a comentar únicamente un artículo aparecido en New Yorker el pasado 30 de enero. El mismo se titula The Caging of America y reflexiona sobre el ascenso de una cultura del encarcelamiento en Estados Unidos.
Aquí algunas ideas pescadas del artículo:
- Hay más personas bajo tutela del sistema penitenciario estadounidense que en el Gulag de Stalin.
- En las últimas 3 décadas, la tasa de población encarcelada se ha triplicado (de 220 personas por cada 100.000 habitantes, a casi 700 de cada 100.000)
- La mayoría de las cárceles están externalizadas en empresas privadas que ganan más dinero cuantos más presos hay, y cuanto peores son las condiciones de encarcelamiento de los mismos (menos espacio, peor infraestructura)
- Estas empresas hacen lobby para la no despenalización de prácticas habituales para las que la norma social no está clara (consumo de estupefacientes) o es claramente favorable a su despenalización.
El autor plantea el conflicto entre los dos supuestos orígenes de esta cultura (el racional y organizativo, que sería heredero de la ilustración; la adaptación del odio racial ante los éxitos del black power hace medio siglo, defendido por la estadística –7 hombres negros encarcelados por cada hombre blanco). Ambas teorías tienen argumentaciones en las que apoyarse y ambas confluyen en el inquietante punto común en el cual a la ya arbitraria gestión de la justicia se le añade el interés de corporaciones que para mantener sus beneficios crecientes necesitan del aumento constante de población reclusa.
La pregunta inevitable es si este exceso de celo hace a la sociedad mejor o peor, más segura o menos, y si compensa el precio pagado. Estoy terminando de leer Liars and Outliers de Schneier y no puedo sino pensar que alguien lo está haciendo rematadamente mal. En esta gestión hay mucho de esa política del «salva tu culo».
La ligereza con la que se aplican penas de cárcel (recuerden que no hay que irse tan lejos para que a uno pueda caerle cárcel por exceso de velocidad o incluso por delitos de propiedad intelectual) y la alarmante desproporción entre delitos y penas no hace sino recordarnos que la policía y la presión institucional hacen nuestra vida levemente más segura, pero al coste de convertir nuestras vidas en un secarral aburrido. En el límite tenemos Gattaca o la policía del pensamiento. Piensen en ello cada vez que vean pulular el fantasma de una reforma penal en sus telediarios, y piensen en ello con ahínco si el discurso promete debatir el endurecimiento de penas (¿hay reformas del código penal que prometan otra cosa?) o la inclusión de penas tipo «cadena perpetua».
Les recomiendo la lectura del artículo completo, mi resumen no hace justicia. Y la plantilla del New Yorker es una delicia.