La ceguera de los imaginarios nacionalistas resulta sorprendente hasta el punto de ser, en ocasiones, hilarante.
Lo más divertido no es ya el uso del plural anti-mayestático, ese «nosotros» que no fue pensado por el hablante para diluir un éxito entre aquellos a los que conoce y aprecia, sino que le fue implantado para humillarlo a uno y hacerlo pequeño, insignificante y mínimo enfrentado a las maravillas nacionales (de los volcanes y los lagos a, como los aeropuertos, simbólica magnum opus de un Estado incapaz de hacer por las personas algo mejor).
Tras la enumeración nacional, no falta la percepción nacional, que lucha a tumba abierta contra una realidad empeñada en demostrar todo pretendido «hecho diferencial» como una soberana estupidez. Todos los nacionalismos se definen a si mismos en crisis permanente, todos los nacionales tienden a verse a si mismos como avispados, pícaros, dados a la celebración y a la risa, con un poso de tristeza que es parte del acerbo construido tras siglos de luchas fraticidas con sus connacionales y con los vecinos de otras naciones, siempre dispuestos a invadirnos, matar nuestro ganado, raptar a nuestras mujeres y violar a nuestras hijas.
No es que no resulte hilarante constatar la similitud inverosímil (valga la disonancia) de ciertas historias, que apenas da únicamente para hacer chanzas macabras («somos todos diferentes», repetían los clones). Lo hilarante es constatar la furibunda necesidad de reconocer cualquier cosa como algo «nacional», por encima de todo la comida (de las castañas a los mejillones pasando por los mangos o la sopa de fideos).
Una obsesión irrefrenable, pues ya no importa que estemos maltratando un bife guisándolo como si fuera pollo despeluchado o si la más humilde sopa de fideos tiene cédula de identidad y, la humanidad (otro día volvemos sobre ella, que ganas no nos faltan) sin saberlo. Yo toda la vida pensando que nadie querría nunca apadrinar algo como la sopa de fideos, pero se ve que hay causas a las que todo sirve. A mí se me quitan las ganas, oiga, así que espero que nadie reclame para sí los lujos proteicos al fuego de leña.