Estamos rodeados de información. Tenemos acceso a tantos datos y tantas fuentes diferentes que de no filtrar adecuadamente, corremos el riesgo de infoxicarnos: sucumbir al flujo incesante de datos sin llegar a entender nada en absoluto o tomar alguna resolución.
Esta sobreabundancia de información disponible públicamente está cambiando la forma en que enfocamos la resolución de gran parte de nuestros problemas. Así, donde antes necesitábamos fabricar la respuesta a alguna situación, ahora es frecuente que la respuesta (en ocasiones costosa de obtener) esté ahí afuera. Esto hace que tan valioso sea poder fabricar una solución como saber encontrarla.
No es la primera vez que hablamos de competencias emergentes: esos nuevos saberes que han adquirido valor con Internet. Si hay uno que destaca sobre los demás está el ser capaz de cartografiar una red.
Existen herramientas vistosas, capaces de generarnos preciosos mapas, como algunos de los que recogen en Edge bajo el epígrafe «mapas del siglo XXI» (está claro que hacen falta nuevos mapas) y en donde me llama particularmente la atención el realizado por Eduardo Salcedo sobre la familia Michoacana.
No obstante, cuando intentamos valorar el tipo de relación existente entre un grupo de personas, no podemos conformarnos con los vínculos planos que obtenemos si vemos que «se siguen mutuamente en Twitter», ni con ese grafo social del que presumen empresas como Facebook. Y es que lo que Facebook construye no es un grafo social, y el uso de ese concepto vinculado a la empresa de Zuckerberg merece ser abandonado. Es algo que ni siquiera se arregla con la semántica web actual: las relaciones tienen dos grandes niveles, el de la confianza y el de la ausencia de confianza. E ir del segundo grupo al primero es harto complicado en una forma que no hemos aprendido, aún, a explicarle a los ordenadores. Por eso cuando me proponen usar herramientas como Klout no puedo sino descartar su uso. Estas herramientas fallan; fallan mucho.
Y fallan porque la realidad es que cartografiar una red exige una aproximación verdadera a esa red, a sus miembros, a sus intereses y sus motivos. No podemos quedarnos en las tablas, sino que esta labor nos exige conocer mejor a las personas que hay dentro para poder priorizar unos factores sobre otros, para destacar lo importante.
Esta labor es inevitablemente subjetiva, y dependerá de la visión del analista, de su punto de artesano (o artista, según prefieran verlo). Esa necesidad de aproximación se traduce en una inversión de tiempo que puede parecer una traba. Pero no es así, pues los analistas de redes se especializan precisamente en eso: bucear por las infinitas fuentes de datos disponibles públicamente para establecer vínculos entre pedazos desconectados de información, para destacar unos elementos sobre otros. Y la motivación ayuda: leer no sólo para aprender cómo funciona una red, sino al mismo tiempo para conocer más sobre los temas de conversación de esa red. El análisis de red tiene más de esa búsqueda incesante del nexo entre dos cosas que nos mostraban en Rubicon, de ese connect the dots, y menos de grafos fantásticos difícilmente escrutinables.
Antes de saber lo que sabemos, podíamos pensar que el análisis de red es mecánico o automatizable, pero ahora sabemos que no es así. La verdad está ahí afuera, eso es cierto. Pero no es fácilmente cuantificable y lo más importante es saber ponderarla.
Si la SitCen europea, que dispone de todos los medios técnicos, tiene más analistas que agentes secretos tradicionales al estilo James Bond (cabe preguntarse si James Bond es el agente secreto tradicional) y no puede prescindir de personal especializado en análisis de redes, ¿vamos a decir que nosotros tenemos mejores algoritmos y/o mayor capacidad de cálculo? El trabajo mecánico es para las máquinas, y el análisis de red, aunque no está exento de protocolos y no tendría éxito sin ellos, continúa siendo eminentemente manual. Añade buenos analistas de red a tu equipo.