Para varias generaciones de europeos que han crecido en los países más ricos del continente, entre los que se encuentra España, la vida ha transcurrido al margen de grandes catástrofes: ni guerras, ni hambrunas, ni tsunamis, ni terremotos que llenen las calles de muertos. Hemos tenido la suerte de disfrutar el periodo de mayor paz y prosperidad de la historia del continente, y quizá del mundo.
Una de esas cosas que damos por sentadas porque ya estaban ahí cuando muchos llegamos es la internacionalización: la globalización de todo, que tanto ha contribuido a llevar libertad y prosperidad a casi todos los rincones del mundo, también y sobre todo para nosotros.
No obstante, una parte de la población siempre ha recelado de la globalización. Hasta el punto de hacer bandera de esa oposición y autodenominarse partidarios de una antiglobalización.
Pues bien, para bien o para mal, todos nosotros (también este grupo de detractores de la globalización) va a tener la oportunidad de probar cómo sería el mundo si esta globalización se deshace por lo menos un poquito. La crisis sanitaria del famoso coronavirus COVID-19 está conllevando una cascada de cierres de fronteras y restricciones al viaje que conducen a una suerte de desglobalización: un camino más allá de la globalización y en dirección contraria.
Esta desglobalización va a ser, además, fuertemente asimétrica: los movimientos financieros no se van a detener, los movimientos de mercancías encontrarán la forma de restituirse, pues ya saben que si las mercancías no cruzan las fronteras, los soldados lo harán. La vuelta atrás afectará sobre todo a la globalización de las personas. Justo el peor y más asimétrico escenario posible.
No sabemos cuánto tiempo se va a prolongar, pero sí que esta inercia va a apoyarse sobre el populismo nacionalista que campa a sus anchas en Europa y Estados Unidos desde hace unos años, y que a buen seguro está encantado empujando esta desglobalización, siquiera para hacer sus propios experimentos.
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