Este post es una continuación al de los mitos genealógicos europeos, aunque no constituye la respuesta que, ahora sí puedo asegurar, verá la luz en el tercero y último post de esta serie.
Además de proveer de todo el sustrato racial necesario para el nacimiento de todo tipo de terribles movimientos, los mitos genealógicos de origen de los pueblos europeos tienen una vertiente de apariencia menos diabólica, pero igualmente dañina. Esta vertiente sutil pero indisimuladamente discriminatoria se ampara en la lengua, que puede ser pura, original, primitiva, y estar bien o mal hablada.
Aunque todos hemos oido hablar frecuentemente del mito de «raza aria», este mito tenía aparejado otro menos conocido actualmente pero aún latente: el de la lengua aria. Uno de los mitos frecuentes de origen europeos afirma que la lengua del $pueblo
elegido es la lengua primitiva, la que dios insufló originalmente al ser humano.
Fueron varios pueblos los que se arrogaron para sí el ser hablantes (poseedores, de hecho) de esta lengua aria. Así, francos, flamencos, germanos y vascos de los siglos XVIII y XIX con aspiraciones arias creyeran ser, respectivamente, los elegidos por dios para depositar sobre ellos la lengua original, que sólo ellos habrían mantenido pura desde los tiempos de Adán (sí, ese Adán). La situación es tan hilarante que los francos llegaron a decir que el latín era un derivado de la lengua primitiva original, la lengua aria pura y original, que –huelga decir– era, según ellos, el francés.
Vemos, por tanto, cómo en torno a la lengua se estructura una configuración que recuerda ávidamente los mitos genealógicos anteriores: autoctonía lingüística (todos dicen poseer la lengua pura, primitiva, original) y origen divino (esta lengua primitiva habría sido insuflada directamente por dios a cada uno de estos pueblos). Si bien estos discursos persiguen legitimar un nuevo tipo de poder y omiten las genealogías hacia Noé: evitando el origen genealógico se destruía el carácter divino de los monarcas absolutos, pero al otorgar la defensa de la autoctonía a la lengua se aseguraban que el poder quedara para la clase dominante, capaz de pasar años estudiando hasta poseer un gran dominio en las lenguas cultas, con registros alejados del habla oral. Había nacido la ilustración, y ésta requería nuevos mitos que amparasen el poder de la nueva clase dominante.
Ciertamente esto no es algo que no supiéramos antes de leer El bosque originario. Siempre supimos que las lenguas no son neutrales y que, ante la pérdida de popularidad —aún muy importante en Europa— de los mitos puramente raciales, a los connacionales comienza a exigírseles un cierto dominio de la lengua. Por eso nunca pude evitar cabrearme siempre que alguien se empeña en demostrar que acá o allá «se habla fatal» porque, además, «nadie respeta la gramática ni la ortografía».
Olvidan que hubo una época en que el español era muchísimo más parecido al portugués que a lo que es ahora el español, y que se realizó una deliberada reforma latinista que, como advierte Diego Catalán,
«[esta vuelta al latín] no quiere decir que la nueva imagen de la «nación» española sea fruto del Humanismo. Bien al contrario, sus orígenes se encuentran, precisamente, en un grupo de escritores castellanos cuya formación cultural y cuyo sistema de valores les hacía impenetrables a las nuevas concepciones que estaban cuajando en Italia como resultado de la aparición de las doctrinas humanísticas.»
Vuelta al latín en la búsqueda de una autoctonía y legitimación romana al imperio que las monarquías castellanas querían imponer primero en la península y luego en américa.
Olvidan quienes así hablan que la primera gramática de la lengua castellana (castellana, ya hemos hablado de la inexistencia de España) fue escrita en 1492 especialmente para el nuevo mundo: cuando no se puede confiar en la oralidad para el adoctrinamiento hacen falta herramientas reguladas con las que transmitir la propia visión del mundo y en el caso de una lengua externa que sea impuesta aniquilar la cultura nativa. Idéntica necesidad fue sentida por el incipiente imperio luso apenas unos años después, en 1536.
Olvidan también que, a menudo, contar las faltas de ortografía de un texto sirve tan sólo para diferenciar a los que pudieron estudiar durante veinte años de aquellos que no pudieron; y pronto ni siquiera para eso.
Casi al mismo tiempo, y por una oportuna mediación de la nueva clase dominante ilustrada, surge en escocia (y se extiende rápidamente) lo que Bénichou denominó la «aparición de un nuevo poder espiritual laico: la «consagración del escritor» frente al sacerdote». No sorprende, pues, que fuera justo en este ambiente ilustrado en el que surgiera esa deformación de las leyes de restricción de copia para adaptarlas: de defender a la monarquía a defender al autor… genio sobre la que falsamente siguen apoyando todo tipo de leyes infames. Como ya hemos dicho, emergía una nueva clase dominante y reclamaba poder.
Entenderán, tras todo esto, que las recomendaciones de la RAE me resbalen con calmada indiferencia. Ese órgano encargado de mantener pura la lengua de un pueblo supuestamente elegido, aunque nadie sepa ni por quién ni para qué. Descubres lo interiorizado de todas estas cosas cuando, al hilo de la más reciente reforma aprobada por esa institución, hace un par de semanas oyes argumentar que «el inglés se está perdiendo porque no está regulado». El inglés está a punto de extinguirse, pensé. Apuntito. Casi, casi. Probablemente se extinga antes que el klingon que, como todos sabemos, tiene una base de auténticos devotos agrupados en su academia.
El español, supongo, también rozaría la extinción en ausencia de este piadoso grupeto. Es así con todo lo que sea adoptado por la causa nacional: del lince ibérico a la economía nacional pasando, cómo no, por la lengua, que necesita ser mantenida pura y libre de influencia de todos esos millones de personas que se empeñan en hablar, moldear y acomodar a su uso un idioma que viven de forma natural sin contar, ingratos, con esa pequeña cuota de hablantes que exige para si tantos derechos que se empeñan en llamarlo por el nombre de su pequeño país: castellano.
Tengo un sólo comentario:
¿cómo prescindir de un organismo supervisor que vele para que los significados sean los mismos sea donde sea que se hable un idioma? Si no hay un ente homogeneizador llegará un momento que no nos entenderemos.
El símbolo «+» tiene que significar lo mismo para ti y para mi si quieres tener una lengua que permita razonar.
Creo que no hay que subestimar la capacidad de las personas para hacerse entender… recuerdo cuando pusieron el euro y las personas con más dificultades (muy mayores, o que no sabían leer, o los niños desescolarizados) cada uno decía una palabra diferente: lebro, leuro, leru, … lo cual no impedía que se entendieran perfectamente con los que decíamos euro.
El inglés no tiene una RAE, lo cual no impide todo el mundo lo hable y se entiendan, ni que las palabras tengan significado. El nacimiento de estos organismos tan extendidos en los ámbitos romances (francés, español, portugués) obedecía al deseo de establecer divisorias de poder, no al de regular la lengua. Los seres humanos llevan hablando miles de años, y nada les impidió (incluso en ausencia de escritura) entenderse con sus vecinos :)
¡Un abrazo!